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Cómo NO hacer un juego (III)

Enviado por: temp3ror Fecha: 25 de Mayo de 2016, 14:18:31 Vistas: 863
Sumario: Tercer artículo de RaHulk relatando su experiencia en el diseño y creación de un juego de mesa.

Capítulo 3: La Catástrofe y el Asesino Silencioso

Me las prometía felices con la quinta versión de mi juego. Tras muchos intentos, aquella se parecía al fin a la imagen que brillaba en mi imaginación desde hacía casi un año. La mecánica parecía funcionar como un reloj, las partidas de prueba empezaban a desarrollarse con fluidez y yo empezaba a relajarme al ver la meta muy cerca: en vista del éxito, solo quedaba pasar a limpio los garabatos que componían el manual, dar con un diseño gráfico atractivo y completar las ilustraciones de las cartas. Por supuesto, no fue así.

Fue en una partida de prueba cuando la realidad me propinó una inesperada patada en la boca. Allí mostró su horrible rostro un error monumental que había estado escondido desde el primer prototipo. El peor fallo de todos, el más esquivo, el más difícil de detectar, estaba haciéndome un solemne corte de manga desde la mesa. Iba a tener que volver a trabajar duro otra vez en la mecánica. Pero vayamos por partes.

Una aparatosa catástrofe

En un post anterior expliqué que una mecánica mal concebida puede hacer que un juego de mesa se “cuelgue” igual que un videojuego. En realidad, ocurre prácticamente lo mismo en los dos casos. Una partida es como un programa informático en ejecución, y los dos quedan interrumpidos de forma abrupta e irremisible cuando se encuentran ante una contradicción lógica que les impide continuar.

Eso es justo lo que a mí me sucedió nada más estrenar mi primer prototipo. Los “cuelgues” son frustrantes y humillantes, pero tienen un lado positivo. Si el juego está mal hecho no tardan en aparecer, y eso es una buena noticia. No hay que detectarlos: al poco de empezar a jugar, ellos mismos irrumpirán en escena como un terremoto, así que se pueden eliminar desde etapas muy tempranas del desarrollo. La forma más eficaz de identificarlos y destruirlos es empezar cuanto antes las pruebas con jugadores.

Frente a los “cuelgues”, rotundos y obvios, el monstruoso error que encontré mucho después –ya en el quinto prototipo– era igual de destructivo, pero de una naturaleza mucho más sibilina. Puede anidar en tu juego sin que lo sospeches y, si te descuidas, permanecerá oculto durante mucho tiempo, esperando el momento propicio para darse a conocer: si es posible, cuando ya hayas producido un millar de ejemplares de tu obra.

Su nombre es rutina de victoria, y es un bastardo de horca y cuchillo.

Un asesino silencioso

Una rutina de victoria es una serie de acciones que hacen que un jugador gane la partida de forma inevitable. Una secuencia fija de pasos que permiten alzarse siempre con el triunfo, sin que nada ni nadie puedan impedirlo. Un truco milagroso. Uno que no impide que el juego se desarrolle, pero hace que pierda todo el interés tan pronto como los jugadores lo descubren. ¿Para qué volver a jugar, una vez encontrada la llave maestra que abre todas las puertas?

Un amigo mío, precisamente uno cuya experiencia en juegos de mesa no pasaba del parchís y la oca, descubrió la rutina de victoria que estaba oculta en mío. Después de masacrar a sus rivales, se volvió hacia mí y, sin rastro de malicia, me preguntó: “Si haces lo que yo he hecho ganas siempre, ¿no?”. Asentí con expresión lúgubre y me consolé pensando que, por lo menos, aún no había producido un millar de ejemplares.

Localizar y destruir

Una vez descubierto el problema, había que resolverlo. Ante mí se presentaban tres opciones:

Amputar. La opción más simple y expeditiva. Y también una de las más efectivas. Retirar sin más lo que no funciona puede ser la mejor solución. Sin embargo, en este caso la rutina de victoria afectaba a uno de los aspectos del juego que más me gustaba y que más atraía a los jugadores: la posibilidad de tomar atajos rápidos y arriesgados en forma de corrupción. Así que decidí reservar esta alternativa como último recurso.

Prohibir. Es casi tan simple como la anterior, y se reduce a añadir una apostilla en las reglas que prohíbe la acción concreta que conduce a una rutina de victoria. Es una solución fácil y rápida, pero también la peor de todas. Supone introducir una excepción en un sistema de normas, y eso no gusta a nadie. Los jugadores expertos lo detectan en seguida, y lo desdeñan como un intento perezoso de “tapar” las carencias de un diseño poco sólido. Los novatos lo ven, en el mejor de los casos, como una complicación fastidiosa; en el peor, como algo que no encaja y que rompe la coherencia de las reglas. Yo descarté hacerlo.

Reconstruir. Es la más trabajosa de todas, y supone rehacer la parte afectada desde cero. Exige replantearla para que cumpla la misma función, pero cambiando su funcionamiento. En mi caso, debía mantener la idea de que los jugadores pudieran actuar como políticos corruptos si elegían hacerlo cuando tenían la oportunidad. Pero tenía que sustituir el mecanismo que escondía la rutina de victoria.

Esta última fue mi elección, y no me arrepiento en vista del resultado. Sin embargo, no siempre es la mejor opción. Hablaré más sobre ello en mi próximo post.

Para acabar, una confesión. Desde que descubrí el peligro oculto de las rutinas de victoria, me he estrujado los sesos en busca de un método fiable para detectarlas con rapidez durante el desarrollo de un juego. Hasta ahora no lo he encontrado. El único que conozco es el largo y laborioso proceso de probar un prototipo tras otro, de forma exhaustiva y con tanta gente como sea posible, con la esperanza de que acaben saliendo a la luz. Tal vez un diseñador experto pueda verlas venir y sea capaz de establecer desde el principio mecánicas de juego bastante equilibradas. Sin embargo, estoy convencido de que nada sustituye el ingenio de los jugadores –benditos cabr***s– cuando están empeñados en ganar una partida.

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