Alistair Finch, cuyo nombre apenas susurraban ya en los ahumados tugurios de jazz donde otrora su saxofón tejía melodías de una melancolía casi sobrenatural, siempre había sido un alma en vilo, un buscador de armonías discordantes en los recovecos olvidados del mundo. Su música, antaño vibrante y teñida de un azul profundo como el crepúsculo en los pantanos de Luisiana, había comenzado a internarse por vericuetos más sombríos, buscando una resonancia que el mundo ordinario parecía incapaz de ofrecer. Fue esta sed insaciable de lo inaudito, de la nota fundamental del pavor, lo que le condujo a los umbrales del cementerio de la Capilla Olvidada, un camposanto proscrito y engullido por la ominosa omnipresencia de una frondosa, casi antinatural maleza en las afueras de Arkham, del que se contaban historias innombrables.
El aire otoñal pesaba sobre aquel lugar con la densidad de una promesa incumplida, y las lápidas, erosionadas hasta la ilegibilidad, se alzaban como dientes cariados en una monstruosa mandíbula ciclópea. Se decía que allí, generaciones atrás, un culto blasfemo había consagrado el terreno a entidades innominadas, cuyos nombres reptaban en los márgenes de los textos más prohibidos. Alistair, con su inseparable estuche de saxofón y una linterna cuya luz temblaba como un alma en pena, sentía una atracción malsana hacia el epicentro de aquella desolación, donde, según leyendas fragmentarias, se erguía una abominable cripta, un monumento a todo lo que es blasfemo, que ningún lugareño osaba nombrar.
La encontró al cabo de una búsqueda febril, oculta tras un velo de hiedra nudosa como los miembros de un ahogado. La puerta de piedra, sellada con un mortero que parecía mezclado con algo más que arena y agua, algo cobrizo e indefinible, con un acre aroma metálico, cedió con un gemido que resonó en el tuétano de Alistair. Dentro, el aire era glacial y fétido, preñado de un olor a tierra removida, pestilencia y a algo más, algo indefiniblemente antiguo y corrupto. Fue allí, sobre un altar de granito manchado por líquidos ignotos, donde reposaba el objeto que cambiaría para siempre la partitura de su existencia: un archivador de anillas, de un material sintético y extraño al tacto, cuyas cubiertas translúcidas dejaban entrever una miríada de cartulinas impresas. No era un grimorio encuadernado en piel humana, ni un rollo de papiro exhumado de arenas arcanas, sino algo insidiosamente moderno y, por ello, aún más perturbador en aquel contexto de podredumbre ancestral. En su lomo, apenas visible bajo una capa de polvo y moho, se distinguían unas letras en inglés: "MYTHOS - Standard Game Set".
Alistair, cuyo dominio del inglés era tan fluido como sus improvisaciones más inspiradas, sintió un escalofrío recorrerle la espina dorsal. Aquel "juego", como se autodenominaba, vibraba con una energía palpable, una suerte de susurro subarmónico que se colaba por los intersticios de su cordura. Lo tomó, sintiendo su peso inesperado, y lo abrió bajo la trémula luz de su linterna.
La primera cartulina que sus dedos rozaron mostraba una figura espectral, una "Conmovedora Cantante de jazz", cuya voz, imaginó Alistair, debía de arrastrar consigo los ecos de abismos insondables. Hojeó más, y ante sus ojos desfilaron imágenes de una potencia evocadora inusitada: un "Estudiante Universitario Aburrido" cuya mirada vacía parecía haber atisbado ya los horrores que yacen tras el velo de la realidad; una "Joven Rebelde" cuya desobediencia no era contra la sociedad, sino contra las leyes mismas del cosmos. Eran "Cartas de Investigador", semblanzas de almas atrapadas en una pesquisa que trascendía lo terrenal.
Pero fue al empezar a examinar las otras tarjetas, las que describían "Localizaciones", "Eventos", "Artefactos", "Aliados" y "Monstruos", cuando el verdadero poder del Tomo comenzó a manifestarse. Al principio, eran meras impresiones, fogonazos de información que su mente de músico, acostumbrada a descifrar complejas estructuras, asimilaba con avidez. Vio la "Estación de Tren de Arkham", no como un edificio de ladrillo y acero, sino como un nexo entre mundos, un portal por el que arribaban influencias de geografías imposibles. Contempló ilustraciones de "Dunwich" y "Kingsport", y sintió el olor salobre y pútrido de sus muelles, la opresión de sus arquitecturas aberrantes.
Cada noche, en la soledad de su habitación alquilada en los suburbios de Arkham, Alistair se sumergía en el estudio del Tomo-Juego. Las palabras, antaño inocuas, se convertían ahora en conjuros que rasgaban el tejido de su percepción. Al estudiar una carta denominada "Susurros Desde la Tumba", comenzó a oír realmente susurros sibilantes que parecían emanar de las paredes, de las sombras bajo su cama, voces que le hablaban de secretos que ningún mortal debería conocer. Descubrió la existencia de otros libros malditos, Tomos dentro del Tomo, cuyas propiedades se describían con una precisión aterradora: grimorios que otorgaban poder a cambio de cordura, textos que revelaban la genealogía de los dioses primigenios.
Las "Cartas de Aventura" le mostraron los periplos perdidos de otros investigadores, fragmentos de sus luchas desesperadas contra horrores sin nombre. Vio a figuras anónimas empuñando un simple "Revolver el 32" contra entidades que desafiaban toda descripción, sus balas perdiéndose inútilmente en masas protoplasmáticas y multiformes. Comprendió la futilidad de tales gestos, la insignificancia de la resistencia humana ante la vastedad indiferente del cosmos. Un "Arma Encantada", quizás una reliquia de Hyperborea o Mu, brillaba con una luz impía en otra visión, su portador desvaneciéndose en una vorágine de colores antinaturales.
Los "Aliados" que el Tomo le presentaba eran a menudo tan perturbadores como los enemigos. Un "Asistente Macabro", con sus rasgos caninos y sus ojos brillando con una inteligencia necrófaga, le ofrecía ayuda en sus exploraciones oníricas, guiándole por catacumbas que se extendían bajo la mismísima Universidad Miskatonic. Alistair sentía su presencia incluso despierto, una sombra furtiva en el rabillo del ojo, un aliento frío en la nuca.
Pero fueron las cartas de "Monstruos" las que erosionaron más profundamente los cimientos de su razón. Contempló a los Gules, seres que antaño fueron humanos, ahora devoradores de carroña en necrópolis olvidadas, sus risas guturales resonando en su mente como una burla a toda decencia. Vio a los Byakhee, corceles interestelares de alas membranosas, cabalgados por horrores aún mayores. Se estremeció ante la imagen de Shoggoth, una masa burbujeante y protoplasmática, con sus miríadas de ojos efímeros y sus gritos ululantes que eran la antítesis de toda música. Y en los márgenes de algunas descripciones, en los abismos sugeridos por ciertas ilustraciones, atisbo la silueta de los Grandes Antiguos, seres cuyo mero pensamiento podía quebrar la mente más fuerte.
Su música se transformó. Las melodías de jazz nostálgico dieron paso a composiciones atonales, disonantes, que reflejaban la geometría no euclidiana de los espacios que ahora visitaba en sus trances. Su saxofón ya no lloraba; farfullaba, gemía, profería blasfemias sónicas que helaban la sangre de los pocos que aún se atrevían a escucharle. Las escalas que sus dedos recorrían eran las mismas que trazaban los ángulos imposibles de R'lyeh, las modulaciones que anunciaban la llegada de Nyarlathotep. En sus partituras improvisadas se leían los títulos de las cartas: "El Fin se Acerca", "Pacto Oscuro", "Locura Revelada"...
El conocimiento que el Tomo-Juego le ofrecía era un veneno dulce y adictivo. Veía los hilos que conectaban los sucesos más triviales con las maquinaciones de entidades cósmicas. Comprendía los rituales que se celebraban en la oscuridad, los pactos sellados con sangre y cordura. Sabía de los ciclos que regían el despertar de los Primigenios, de las estrellas que debían alinearse para que el horror se desatara sobre un mundo ignorante y dormido. Veía su propia ciudad, Arkham, como un mero puesto de avanzada en una guerra cósmica cuya escala empequeñecía cualquier conflicto humano. Las calles familiares se superponían con visiones de la Ciudad sin Nombre o de las mesetas heladas de Leng.
La imagen de la "Conmovedora Cantante de jazz" regresaba a él una y otra vez, pero ahora su canto no era de melancolía, sino una letanía que invocaba a aquello que yace más allá de las estrellas guardianas. El "Estudiante Universitario Aburrido" ya no le parecía aburrido, sino catatónico, su mente destrozada por un único vistazo a la verdad última. La "Joven rebelde" se había convertido en un acólito de alguna secta innombrable, su rebelión dirigida ahora contra las frágiles barreras que protegen a la humanidad de la locura absoluta.
Alistair ya no distinguía entre las visiones inducidas por el Tomo y la realidad tangible. Las criaturas de las cartas caminaban por su habitación, susurrándole secretos en lenguas que ningún humano había hablado jamás. Las paredes se disolvían para mostrarle paisajes de otros planetas, estigias ciudades ciclópeas construidas por razas extintas mucho antes de que el hombre hollara la Tierra. Veía la danza ciega y demencial de Azathoth en el centro del caos final, acompañada por la melodía aflautada y Blasfema de los Otros Dioses.
Una noche, mientras contemplaba una carta, que simplemente rezaba "MYTHOS" en su reverso, con sus letras emergiendo de una nebulosa de colores primordiales, Alistair Finch comprendió. No fue una revelación paulatina, sino un impacto brutal, la convergencia de todos los horrores, de todos los saberes prohibidos, en un único instante de pavorosa lucidez. Comprendió la insignificancia cósmica del ser humano, la verdadera naturaleza del universo como un mecanismo ciego e indiferente, poblado por inteligencias vastas, antiguas y malévolas para las cuales la humanidad no era más que polvo, un efímero accidente biológico. Vio los engranajes del tiempo y el espacio, y la locura que se ocultaba en su funcionamiento.
El grito que brotó de sus labios no fue humano. Fue el eco de las flautas amórficas que sirven a Azathoth, la cacofonía del vacío primordial.
Cuando los escasos vecinos, alarmados por los sonidos inhumanos que emanaban de su habitación durante días, finalmente forzaron la puerta, encontraron a Alistair Finch sentado en el suelo, rodeado por las cartas del "Mythos Standard Game Set" dispuestas en un patrón incomprensible y blasfemo. Sus ojos, desorbitados, reflejaban la negrura insondable de los golfos interestelares. De sus labios manaba una cantinela gutural, una melodía rota y espantosa que ningún instrumento terrenal podría reproducir. Su saxofón yacía a su lado, abollado y retorcido como si hubiera intentado contener una presión inconcebible.
Alistair Finch, el músico dotado, había encontrado finalmente la armonía fundamental del universo. Y en esa comprensión aterradora, su mente se había desintegrado, descendiendo a los abismos insondables de una locura de la que no habría retorno. El Tomo-Juego, el canon de sombras, había reclamado otra alma para la vasta e indiferente oscuridad. Las cartas, mudas e impasibles, esperaban a su próximo lector, a la siguiente víctima de su saber prohibido. Reposan ahora en polvorientas estanterías, en una oscura tienda de objetos de segunda mano ubicada al otro lado del mundo. O, ¿tal vez al lado de tu casa? Su antaño alegre propietario no ha necesitado asomarse a los abismos de su contemplación para descender a las mas profundas simas de la locura. Su mera posesión ha sido suficiente. Ahora yace en un balbuceante delirio en una olvidada celda cuya llave perdieron hace tiempo los cuidadores de la institución mental en la que fué ingresado. Sus últimas palabras con un mínimo destello de lucidez fueron: "Todocolección" y "Gracias por su compra", seguidas por un enigmático "Elproven".
Este relato está inspirado en el clásico juego de cartas coleccionables 'Mythos' de Chaosium.
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