Hacía tiempo que la Muerte Roja devastaba el país. Nunca hubo peste tan mortífera ni tan horrible en el Londres victoriano. La sangre era su emblema y su sello, el rojo horror de la sangre. Su solo contacto era la muerte; primero se sentían dolores agudos y un vértigo repentino, y luego los poros exudaban abundante sangre, hasta acabar en la muerte. Las manchas escarlatas en el cuerpo, y sobre todo en el rostro de la víctima, eran el estigma de la peste que le apartaban de toda ayuda y compasión de sus congéneres. La vida de todas sus víctimas pendían de un delicado y finísimo hilo, ya que en apenas media hora se cumplía todo el proceso: síntomas, evolución y término de la enfermedad.
Próximamente…